Carlos Escobedo – Solitud

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Carlos Escobedo – Solitud

El Dromedario Records

10 de octubre de 2025

8.7/10

Hay silencios que suenan más fuerte que cualquier amplificador.
Solitud, el primer trabajo en solitario de Carlos Escobedo, no es un simple paréntesis entre giras de Sôber, sino una confesión a micrófono abierto. Un disco que no busca llenar estadios, sino habitaciones vacías. Que no se impone con decibelios, sino con presencia.

Tras tres décadas dando voz al metal alternativo español desde el trono de Sôber, Escobedo decide desnudarse. No con arrogancia, sino con un pudor sereno, casi terapéutico. Lo suyo no es un salto al vacío: es una zambullida hacia dentro.

El título lo explica con precisión casi zen: Solitud, esa soledad elegida que reconcilia, no que aísla. Aquí el músico se da permiso para respirar fuera del ruido, y el resultado es un álbum íntimo, vulnerable y sorprendentemente honesto.

El eco interior de una voz reconocible

La voz de Escobedo —esa mezcla inconfundible de templanza y melancolía— suena más cercana que nunca. Ya no ruge: susurra verdades. En temas como “Sábanas vacías” o “Agua para tu sed”, en la que cuenta con la mágica voz de Ruth Lorenzo, la interpretación parece brotar del centro de una habitación a media luz, sin filtros ni artificios. Es el tono de alguien que ha vivido lo suficiente como para entender que no siempre hay que vencer; a veces basta con contarse la verdad.

El repertorio equilibra piezas propias con versiones que funcionan más como reinterpretaciones emocionales que como ejercicios de estilo. “Dolores se llamaba Lola” (Los Suaves) adquiere un tono confesional inédito, “La luna me sabe a poco” (Marea) respira una melancolía elegida, y “Y sin embargo”, de Sabina, se tiñe de una gravedad madura, como si el propio Joaquín se mirara al espejo del tiempo.

Pero el núcleo del disco está en los originales: “Thamar y Amnón”, basada en Lorca, es el punto más poético y oscuro del álbum, mientras que la pieza homónima, “Solitud”, se convierte en su manifiesto emocional. Son canciones que suenan a refugio y a renuncia; a un artista que entiende que la soledad no es castigo, sino instrumento de afinación interior.

La producción, medida y cálida, juega con lo acústico sin caer en lo blando, con lo eléctrico sin recurrir al músculo. Hay guitarras que parecen respiraciones y bajos que laten como el pulso de quien camina solo, pero tranquilo. No hay virtuosismo gratuito: solo equilibrio y emoción.

El valor de bajar el volumen

En tiempos donde casi todos los músicos compiten por ver quién ruge más alto, Escobedo elige el susurro. Solitud es un disco que desarma porque no pretende convencer a nadie: es una obra escrita desde el lugar donde las luces del escenario no llegan.

Su mayor mérito no está en su innovación sonora —no la necesita—, sino en su honestidad artística. Es el retrato de un hombre que se sienta consigo mismo, cierra los ojos y se atreve a escucharse.

No es un trabajo perfecto, ni falta que hace. Algunas canciones podrían perderse entre atmósferas similares, y hay momentos donde la calma roza el conformismo. Pero incluso en su irregularidad, el álbum respira autenticidad. Solitud no quiere ser un punto de inflexión: quiere ser verdad.

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